A estas alturas del invierno se recuerda con morriña el final de verano en el que uno se afana en empaquetar, para llevarse a la urbe, algo de la experiencia y sabiduría acumulada en los ancianos autóctonos de nuestro lugar de sosiego estival. Evocar escenas, pàisajes y costumbres de antaño mezcladas con nuestras experiencias reales servirá para construir nuestra particular memoria histórica durante el largo letargo invernal.
La Costa Brava se presta de maravilla a una mezcla de viaje real y viaje imaginado. Lecturas vividas o escenas soñadas se enmarañan en nuestros sentidos y razón dejando la puerta abierta a intensas sensaciones y vivencias.
Estos idílicos parajes catalanes no pasaron desapercibidos para nuestros antiquísimos ancestros. Algunos indoeuropeos naturales del mar muerto que salieron un momento en busca del fuego (como lo de: cariño, ahora vuelvo que voy a comprar tabaco) decidieron finalizar su escapada al encontrarse con las bondades del clima mediterráneo playero, el tintorro y la parrillada de pescado. Influidos por los sibaritas fenicios y griegos se cuajó lo que conocemos como las primeras civilizaciones íberas en Cataluña allá por el siglo VI a. de C. apalancándose en unas resultonas viviendas de 2 habitaciones. Esto les duró hasta la llegada de los envidiosos romanos allá por el siglo I a. de C. que amablemente les sugirieron otras zonas residenciales.
En el XV los pescadores de Llafranc y Calella de Palafrugell hartos del pirateo de la época levantaron una atalaya de vigilancia. En el XVIII una ermita y una hostería. En el XIX un faro que aún sigue siendo de los más altos y potentes del mediterráneo aunque se queda en bragas si lo comparas con los faros bretones franceses. En el XX un hotelito con encanto para el relax y sosiego de la sacrificada sociedad contemporánea del bienestar.
Una salida a la Costa Brava catalana siempre viene de gusto y que mejor cicerone que utilizar la experiencia y sabiduría de un viejo del lugar. Maestre de la pluma, buen viajerogastrónomo y mejor vividor.
Siguiendo el rastro pituitario de Josep Pla en “El que hem menjat” o viajando a través de sus correrías mozas descritas con lucidez cinematográfica en su autobiográfico “quadern gris” nos podemos impregnar de tiempos no muy lejanos en los que las hordas de chancleta y bermuda aún no habíamos colonizado la Costa Brava, tiempos en los que se iba gastando la vida a otra velocidad.
Nos imaginamos a la golfa cuadrilla de Pla dando buena cuenta de caldosos arroces o suquets marineros cocinados a fuego y espirituales cremats de ron en pequeñas calas apartadas del mundanal ruido, refrescantes chapuzones solitarios en estos idílicos rincones, furtivos y románticos momentos de pareja, plácidas jornadas marineras con sexagenarios pescadores o interesantes reencuentros con uno mismo.
Pero la realidad estival de nuestros días es bien distinta. La acogedora fogata en la cala es inviable bajo la normativa actual, los secretos accesos están perfectamente indicados en carteles de la oficina de turismo, el sendero de Gran Recorrido es un chorreo continuo de pedestres tragamillas pertrechados con gepeeses, en el chiringuito han cambiado las frescas gambas de Palamós por el tintoglás de verano sande(z)vid , la cala está atascada de bronceados en shortys o snorkelistas con full equip del Decathlon y en el agua no queda un hueco por el hacinado rebaño de embarcaciones de recreo fondeadas ¿Qué habrá sido de los solitarios espíritus marineros ávidos de soledad? Después se nos llena la boca con soñadas playas desiertas.
Para disfrutar del lugar en época estival, no queda más remedio que viajar hasta la cala, cerrar los ojos, abrir la imaginación recordando las correrías de Josep Pla y auto transportarnos en esa mezcla de realidad vivida y viaje soñado.

© IGNACIO LÓPEZ 2010

-VER MÁS IMÁGENES AQUÍ-

Carpe diem. Tempus fugit.

Deja un comentario